Accesit narrativa.

Relato de José Carlos Hernando Gragorio, titulado: Nunca se cansará. Puedes descargarlo en pdf pulsando el enlace. 

La narración dice así. 

NUNCA SE CANSARÁ”

No es extraño el encontrarse a niños pequeños en las procesiones. Los había a decenas, metidos en sus carritos o sentados en la acera con un tambor de plástico, intentando imitar lo que ven hacer a los que vestidos de hábito pasan por delante. Pero había algo que realmente me llamaba la atención en aquel chavalín, que no levantaría más de un metro del suelo. En algo se diferenciaba a los demás. La pasión con la que aquel pequeño estaba viviendo el paso de los bombos y tambores se veía en muy poca gente. La marcha ligera de la procesión y el escaso campo de visión que me dejaban los dos agujeros del tercerol (cuando quedaba algo para ver, porque como se moviera un poco...) hizo que no pudiera observar a aquel niño más de tres o cuatro segundos, suficientes para darme cuenta de que era un cofrade en potencia. Movía las manos a la par del ritmo, con unos ojos tan abiertos que daba miedo de que se fueran a caer. A ese niño solo le faltaba un hábito y un bonete. ¡Estaba pidiendo a gritos un tambor!

Pero la procesión seguía adelante. Seguramente aquella anécdota quedaría como uno de los muchos pensamientos que rondan tu cabeza mientras ves a la gente colocada a la orilla de aquel río de colores que formaban capirotes y terceroles. Pero no. Terminó la procesión y no podía quitarse de la cabeza a ese pequeño golpeando el tambor con tanta energía, tantas ganas. Me recordaba mucho a alguien. A alguien... A mí.

Empezaron a aflorar muchos recuerdos, como cuando de pequeño montaba procesiones con los “cofraditos” de arcilla cocida que mi abuela me compraba cada sábado en las tiendas de la calle Alfonso cuando bajábamos al Pilar, o los falsos terceroles que mi madre me hacía con las camisas viejas de mi padre. Seguramente aquel niño también tendría en su casa un ejército de mini cofrades de arcilla con los que jugaba, y también soñaba con salir en procesión con su tambor como uno más. El sentimiento cofrade es algo que está ahí, no se puede ocultar. Y ese niño lo tenía, lo notaba. Su corazón latía al unísono de los mazazos de bombos y timbales, tocaba su carraca imaginaría imitando los movimientos de los cofrades, no pestañeaba cada vez que oía un redoble... Era uno de los afortunados que siente un escalofrío cada vez que oye las cornetas marcando el inicio de una procesión, cada vez que ve a su paso entrar por la puerta de San Cayetano, de La Seo, del Pilar... Una de esas personas que cargan un instrumento de tres o cuatro kilos durante horas por sentimiento, por devoción; una de esas personas que ensaya durante meses sin importarle el frío, el viento, el calor, solo con tal de que la procesión salga perfecta; uno de aquellos a los que a pesar del dolor, del esfuerzo, del agotamiento que supone el cargar treinta kilos sobre la séptima vértebra cervical no lo recuerdan como trabajo físico, sino como un sentimiento que no se puede describir con palabras: el de sacar tu paso a la calle. Los cofrades actuamos por emociones, sentimientos, fe. La Semana Santa es periodo de oración, recogimiento, fraternidad. Compartimos dolor, luto, alegría. Son momentos irrepetibles que no cambiaríamos por nada de este mundo. Dormimos poco, pero no nos importa. Acabamos agotados físicamente, pero nos quedamos con el sentimiento de haberlo hecho un año más, porque se vive por y para esta semana.

Terminó la Semana Santa y llegó el mono de tambor, la larga espera para volver a colgarse el instrumento. Ya no volví a recordar a aquel niño hasta que por fin llegaron los primeros ensayos para preparar la nueva Semana Santa, y lo encontré con un tambor colgado, aporreándolo sin parecer que le importase que el ensayo no hubiera comenzado aún. Lo sabía. El instinto cofrade no falla y la pasión por la Semana Santa tampoco se puede ocultar.

Se pegó los cuatro meses de ensayos con el tambor colgado. No había momento en el que se lo quitara. El tambor formaba parte de su cuerpo, de su esencia. Llegó la Semana Santa, y ese pequeñín ya no estaba sentado viendo pasara procesiones, formaba parte de ellas. Era uno más de las personas a las que tanto admiraba. No tocaba tan bien como ellos, pero parecía no importarle mucho viendo los golpes que le daba al tambor: el sentimiento, al fin y al cabo, era el mismo.

Acabó la procesión y el enano seguía erre que erre con su tambor. Llamaba la atención las fuerzas que todavía le quedaban. La gente se reía al verlo pasar, indiferente al resto del mundo: solo existían él y su tambor. Acababa de terminar su primera Semana Santa y ya quería que llegara la siguiente. Iba cogido de la mano de su madre, la que sin saberlo le había hecho el mayor regalo a su hijo.

La madre se paró a hablar con una señora que estaba esperando para ver pasar a su nieto.

« ¡Mira, mira corno le da al tambor! Parece mentira que lleve tocando tanto rato y aún no se canse »

«Ya se cansará ya...» contestó la madre riéndose.

Y fue entonces cuando pensé que se equivocaba. Por propia experiencia sé que nunca se cansará.

NOTA: Las fotos que acompañan el relato son de: Fernando Sánchez, María Pilar Lozano, Cristina Esques., Alberto Olmo y Javier Puyo. 

 
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