Fuera de nuestras calles.

San Francisco de Borja.

(De qué le sirve al hombre ganar todo el oro del mundo si se condena)

Dentro de los artículos que aparecen en los boletines, bajo el título de <<Nuestras Calles>>, han sido varias las veces en las que os he nombrado a uno de mis personajes históricos favoritos, uno de los que pronunció una frase de esas que pasan a la historia y que yo he incorporado como una de mis frases de cabecera. He pensado que fuera de los boletines, en el programa de Semana Santa, os podía contar su historia; fuera de nuestras calles.

Coetáneo y colaborador de Ignacio de Loyola (Íñigo, ¿os acordáis?), nuestro anterior héroe, vivió una de esas vidas apasionantes y plenas, en las <<distintas>> facetas que se dieron en su vida.

Nace en Gandía, en el año de gracia del Señor de 1510, su vida se caracteriza por la humildad y por el servicio. Por eso, comenzaremos diciendo qué era D. Francisco, por nacimiento unos de los títulos y por merecimiento, dado su buen hacer, los otros títulos, para así, entender mejor el valor de su desprendimiento de las cosas del mundo: Nieto del Papa Alejandro VI por parte de padre, nieto del rey Fernando de Aragón por parte de madre, primo del emperador Carlos V, Duque de Gandía, gobernador, Virrey de Cataluña, consejero del emperador, padre de familia, sacerdote, superior general de la Compañía de Jesús … , entre otras cosas.

Una vez terminados sus estudios, ingresa en la corte del emperador, donde aprendió el arte de gobernar. Por aquel entonces es testigo de un acontecimiento que sólo entenderá en su justa medida más tarde: En Alcalá de Henares, Francisco queda muy impresionado a la vista de un hombre a quien se conducía a la prisión de la Inquisición: era San Ignacio de Loyola.

Casa a los 19 años con la camarera favorita de la emperatriz, la portuguesa Leonor de Castro, modelo de elegancia y de recato. Carlos I de España y V de Alemania, le concede al joven Francisco la más absoluta confianza. En este periodo, nuestro joven caballero se hace íntimo amigo de otro joven, el por aquel entonces príncipe, quien con el tiempo, se convertirá en el segundo de los Felipes. Con todo ello entra en la intimidad de la emperatriz, de la que queda encargado durante las frecuentes ausencias del emperador, trabando con ella una sincera, noble, leal y muy afectuosa relación; Francisco profesará admiración por su emperatriz.

El emperador Carlos lo nombra Virrey de Cataluña, con la difícil tarea de poner orden en esa parte de España en la que había un gran desorden con muchas partidas de asaltantes. Francisco puso orden prontamente y demostró tener grandes cualidades para gobernar. Más tarde, de esta época dirá: <<El haber sido gobernador de Cataluña fue muy útil porque aprendí a tomar decisiones importantes, a hacer de mediador entre los que se atacan y ver los asuntos desde los dos puntos de vista; el del que ataca y el del que es atacado>>.

Lleno de vigor, de éxito profesional y personal, en la cumbre de la vida, impensable subir más alto en la escala de valores de los hombres, se van a producir dos hechos que van a impactar en la vida de Francisco de tal manera, que la cambiarán radicalmente y para siempre. En 1539, en la flor de la vida y en plenitud de virtudes, fallece de manera inesperada la emperatriz Isabel. El emperador queda en un estado vecino a la desesperación y Francisco se verá sumido en una tristeza que le quitará el gusto por todo. Fue encargado por el emperador para escoltar el cadáver hasta el panteón de reyes de Granada, donde sería enterrada, en un viaje que en aquella época duró varias jornadas. Llegados al destino, abrieron el ataúd para certificar que efectivamente era el cadáver de la reina, pero ya el rostro de la difunta apareció tan descompuesto y maloliente por la putrefacción, que Francisco se conmovió de tal manera y hasta lo más profundo de sus entrañas, al verla, que exclamó, diciendo una frase, que años después, cambiaría su vida, del todo y para siempre: ¡No volveré a servir a Señor que se me pueda morir! En adelante, Francisco de Borja, dedicará su vida al servicio del único que no se le podía morir: Jesús.

El año de 1546, se producirá el segundo de los hechos que harán que nuestro <<héroe>> de hoy, determine el nuevo rumbo de su vida; fallecerá su amantísima esposa Leonor, de quien estaba muy enamorado. A partir de ese momento, Francisco sólo pensará en hacerse sacerdote. Escribió a San Ignacio de Loyola pidiéndole que lo admitiera como jesuita. Este le respondió que sí, que lo admitiría, pero que antes completara la educación de sus hijos y que aprovechara ese tiempo para ir a la universidad y obtener el grado en teología; cosa que así hizo. Pero le recomendó algo más y muy sintomático de aquella sociedad (y de la nuestra de hoy día): Le dijo que no le contara a la gente <<semejante >> noticia tan inesperada, <<porque el mundo no tiene orejas para oír tal estruendo>>.

En 1551, completada la educación de sus hijos, saltó la noticia, el escándalo incomprensible, ¡cómo podía ser!; sin duda fue la noticia del año (como en el HOLA): ¡El Duque de Gandía y gobernador de Barcelona, lo dejaba todo y se ordenaba sacerdote! El gentío que asistió a su primera misa fue tan extraordinario que tuvo que celebrarla en una plaza.

En 1554 fue nombrado por San Ignacio de Loyola superior de los jesuitas en España. Con su buen saber hacer, organiza sabiamente a sus religiosos, y pronto empieza a enviar misioneros a América. A la muerte de San Ignacio de Loyola el 1 de octubre de 1572, a este le sucederá como Superior General de los Jesuitas el padre Laínez y a la muerte de este, será nuestro San Francisco de Borja, quien de esta manera se convertirá en el tercer superior de dicha orden. Su dedicación, su diligencia y su saber hacer al frente de la congregación, hizo que algunos calificaran su mandato como: <<el del segundo fundador de los jesuitas>>. Era muy apreciado por el Papa y los Cardenales. Predicador de éxito, consiguió muchas conversiones.

El 30 de septiembre, exhausto, debilitado y agotado por la entrega con la que se había dedicado a su quehacer, podemos decir que verdaderamente entrego su alma al creador, porque su cuerpo ya no podía más con ella. Nuestro santo de hoy, bien podía haber sido cofrade nuestro, puesto que era un gran devoto de la Eucaristía y de la Virgen Santísima. Fue canonizado en 1671. Sus restos se conservaron con gran veneración en la casa religiosa de los jesuitas en Madrid, hasta que en 1931, los revolucionarios republicanos quemaron y expoliaron el edificio.

Javier Barco

 
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