Bajo mi Paso.

             

Ayer tuvimos el primer ensayo con el Paso. Habíamos quedado a eso de las nueve de la mañana en el local que duerme durante el año. Estaba cubierto por una funda para protegerlo del polvo. Nos acercamos de un modo, casi, reverencial y cuidadosamente fuimos retirando la lona.

Después lo limpiamos un poco. Pase la mano por la fina caoba, hoy tallada y barnizada. Recordé estas mismas maderas, la primera vez que las toqué, hace ya doce años, sin barnizar, sin tallar; eran simples piezas de un Paso sin montar. Noté el suave olor a incienso que todavía retenía desde el año pasado y, en algún recoveco, encontré restos secos de alguna florecilla.

Nos reunimos al otro lado del local; en el que no estaba el Paso. Echamos unas risas acompañadas de pan y chorizo que llevó un hermano. Pasamos lista y fuimos preparando costales, poniéndonos alpargatas y fajas.

Conforme apretábamos las fajas las risas iban callando. Me acerqué al Paso; cada año me parece más grande y más pesado. Me deslicé por debajo del respiradero buscando mi sitio, el de siempre, al lado de una pata: mi pata. Me acomodé un poco, noté el hombro de un compañero a un lado y la madera del costero al otro. Era una sensación ya conocida, casi me parecía que el Paso tenía memoria y me recordaba; “me ha guardado el sitio y me esperaba” -pensé-.

El capataz nos pidió atención. Dentro de unas semanas -nos dijo- sacaremos a Cristo a pasear por las calles de Zaragoza, a dar testimonio de su mensaje por esta Ciudad, cada día, más incrédula. Hoy vamos a intentar aprovechar el ensayo, coger el sitio y recordar nuestro paso.

Unos instantes más tarde el paso subía suavemente y comenzamos a dar los primeros pasos. Pasos cortos, arrastrando las alpargatas por el suelo, oyendo el suave racheo del esparto, intentando aunar el movimiento de todos los pies.

Va todo bien, ¿seguimos? Nos preguntó el capataz. Seguimos avanzando lentamente. Al principio parece que no pesa. Es como si etéreamente flotara sobre nuestras cabezas. Conforme va avanzando el ensayo la ley de la gravedad va causando estragos y la madera de las trabajaderas va buscando el cuello del costalero.

En mi agujero no veía nada. Únicamente tengo dos resquicios en el calado del respiradero por los que me entra un poquito de luz ¡y me puedo considerar afortunado! La mayoría no tiene ni esos huecos. Miré a la nada, a las maderas que me rodeaban. Escuché la respiración de mi compañero, el sonido de las alpargatas, vi la pata del paso delante de mi, balanceándose cadenciosamente, avanzando poco a poco sobre el asfalto. Y fui enlazando un paso tras otro.

Era más de media mañana del domingo. Seguíamos dando vueltas con el Paso, por las calles de un polígono industrial perdido en las afueras de la Ciudad, yendo de la nada a ningún sitio.

Hacía rato que no me acordaba ni de las risas de primera hora, ni del chorizo. Creo que a mis compañeros les pasaba a todos lo mismo. El peso y los años se estaban empezando a notar. Son ya doce años dando vueltas con las mismas maderas, con los mismos compañeros.

Mentalmente empecé a mirar a los que tenía más cerca ¿Por qué estarían allí? Qué les podía llevar a hundirse en la anónima oscuridad del Paso, echárselo al cuello y ponerse a arrastrarlo por las calles.

Más aún ¿que podía haber llevado, este año, a dos muchachos, forofos del tambor y del bombo desde hace muchos, a dejarlo y meterse bajo el Paso?

Estoy seguro que no hay una única razón; que hay tantas razones como hermanos, como costaleros. En un momento que paramos, casi, me apeteció ponerme a preguntarles: Tu ¿por qué estás aquí?

Seguro que hubiera recibido muchas respuestas, casi tantos motivos distintos como hermanos y, todos ellos, explicados de diferentes formas. Hubiera oído hablar de pasar un buen rato con los amigos, del compañerismo, de las emociones que se sienten...

Pero, creo, que esos son los motivos que se suelen decir cuando hablamos sin entrar en profundidad, con nuestro habitual estilo de no querer desvelar nuestros sentimientos ni nuestras creencias más profundas. Esas que nos producen la sensación de desnudar el alma y nos dan más vergüenza que desnudar el cuerpo.

Se puede dar como razón el ir a pasar un buen rato. Además es cierto. Pero tras dos horas de ensayo ya nadie se acordaba de las risas del principio. Además, si fuera el día de la procesión, todavía me quedarían tres horas más que borrarían totalmente su recuerdo.

El compañerismo bajo un paso es muy importante y se nota continuamente, a cada paso. Seguramente, sin él no llegaríamos, todos tenemos algún desfallecimiento al que nos sobreponemos gracias a la ayuda de los que están más cerca. Pero nadie se mete ahí cinco horas por ayudar a alguien que, seguramente, no verás en meses.

Así podría seguir desechando razones, que existen, pero que son insuficientes para seguir avanzando la alpargata, estirando otro paso que se alarga en el espacio entre dos esquinas de una misma calle, para terminar una chicota que, con dos horas de ensayo, empieza a hacerse interminable.

Hay que buscar razones más profundas en el alma de cada uno, en los ojos y no en palabras dichas deprisa para ocultar sentimientos; para silenciar, en la respuesta individual, el testimonio que estamos dispuestos a dar envueltos en el anonimato que nos prestan los faldones del Paso.

Recordé las palabras del capataz al comienzo del ensayo. Nos había animado a prepararnos para sacar a pasear a Cristo por las calles de Zaragoza.

Por un momento me transporté al Jueves Santo, delante del Paso, con sus flores, los cirios encendidos y la imagen del Cristo coronándolo todo, mirándonos a sus pies. En ese momento previo a que se abran las puertas de la iglesia, los costaleros nos reunimos delante del Paso, a los pies de Cristo, y rezamos juntos un padre nuestro, pidiendo su ayuda para que guíe nuestros pasos en la procesión y, luego, el resto del año. Después, entras en el Paso, te das cuenta que es igual que en el ensayo, pero es completamente distinto. Lo levantas para llevarlo del pasillo lateral al centro de la iglesia, frente a la puerta, y te das cuenta de que no pesa. Realmente, pesa mucho más que en cualquier ensayo; lleva faldones, flores, cirios,... y el Cristo. Y tienes la sensación de que va flotando encima de nuestras cabezas.

Sabes que, conforme avance la procesión, volverás a notar la madera del Paso en el cuello, pero esa noche será diferente: Cristo esta arriba y yo a sus pies.

Avanzaremos lentamente por la ciudad, llevando al Cristo del Amor por sus calles. Poco a poco las calles se irán haciendo más largas, y la madera más dura. En una esquina el capataz nos llamará y nos pedirá para la próxima chicota una oración, por un hermano enfermo, por un padre muerto, por un niño recién nacido, por una señora que se ha acercado con una flor para Cristo... Levantaremos el paso con el corazón y Cristo volverá a flotar sobre nosotros, cerraremos los ojos y veremos a ese hermano.

Llegaremos al final de la procesión. El paso bajará tras cruzar las puertas que se cerrarán detrás. Me arrastraré bajo los faldones para salir y, desde el suelo, sin atreverme todavía a levantarme miraré a Cristo y le veré sonreírme. En ese momento le pediré que me ayude a caminar por la vida el resto del año, igual que me ha ayudado este año. Le rogaré que guíe mis pies para avanzar mi pasos tras los suyos, siguiendo sus mismas huellas por su camino; al igual que esta noche me ha guiado para avanzar mis alpargatas tras las de mi compañero.

Al final, en una parada en el ensayo, miré desde mi hueco hacia arriba y supe porque esa mañana pesaba tanto el Paso. No estaba el Cristo y, aunque teníamos la ilusión puesta en llevarlo dentro de unos días, sentíamos su mano más lejana.

El capataz nos volvió a llamar. Nuevamente subió el Paso hacia el cielo. Comenzó a sonar otra marcha en el casete y nosotros a avanzar por esa calle perdida de las afueras de la ciudad, con el oído puesto en la música, el cuello en la madera y el corazón en el día que volvamos a ser los pies de Cristo para caminar por Zaragoza.

Enrique Martínez.

 
Correo
Asignación
Instagram