Costalero por azar.

             

De pequeño pasaba con mi hermano la Semana Santa en casa de mis abuelos, en el mismo centro de la calle Manifestación. Veíamos todas las procesiones y el Viernes Santo, por la tarde, a los cofrades prepararse para el Santo Entierro. Justo debajo del balcón de mis abuelos se ponían hábitos, tensaban tambores y bombos y ensayaban furtivamente alguna marcha.

Todo esto no nos podía pasar desapercibido y, esos días, jugábamos a ir de procesión por el pasillo. Con una hoja de periódico enroscado teníamos un buen capirote, incluso con dos agujeros para los ojos. El que abría la marcha llevaba una escoba, levantada, del revés, y con otra hoja de periódico echada por encima simulábamos un guión. El otro, con una caja redonda, de algún viejo sombrero, improvisaba un perfecto tambor. Así pasillo arriba, pasillo abajo, durante toda la Semana Santa, entre procesión y procesión.

Unos años después, con doce recién cumplidos, entré en la Cofradía de mi Colegio y al año siguiente comencé a tocar el tambor.

Fueron muchos años y muchas horas a solas con mi tambor. Con él fui creciendo, fui madurando lo que año tras año hacía y, sobre todo, por qué lo hacía.

Para mí, tocar el tambor cada Jueves Santo, era un acto profundamente sentido y religioso. Era un especial modo de rezar, en unión con otros hermanos en la misma fe. De un rezar silencioso, profundo, sin palabras y con un importante esfuerzo personal. Pero, a la vez, es un rezo lleno de sonidos que concitan a toda la ciudad a reflexionar ante la realidad dramática que le presentamos, año tras año, ante sus ojos.

Nunca pensé dejar el tambor. Sin embargo, ni la realidad, ni el Señor, cuentan con nuestras intenciones y el año 1.991 me obligó a dejarlo.

La Cofradía llevaba varios años pensando en construir un Paso nuevo para llevarlo a hombros. Apoyé la idea, incluso colaboré para que fuera realidad. Pero siempre dije que yo no lo llevaría, que seguiría siempre con mi viejo tambor.

Llegó el Martes Santo, tras el Via Crucis por las calles de la Parroquia estaba previsto bendecir el nuevo Paso. Los cofrades ocupábamos los bancos del templo llenándolo con nuestros hábitos. De mi hombro colgaba el tambor, en las manos tenía los palos con los que hacía unos instantes había tocado el último redoble. En esos momentos no podía sospechar que los había usado por última vez.

Lentamente, por el pasillo central avanzó el Paso. Lo llevaban entre doce hermanos. Apenas había andado unos metros cuando comprendí que no podían con él. Eso no era avanzar, era arrastrarse. Los cuerpos se doblaban por el peso. Parecía como si sus pies se hundiesen en las duras baldosas de mármol y la piedra los atrapara, reteniéndolos.

Pesadamente, metiéndonos a todos el corazón en un puño, por la impotencia que sentíamos al no poder ayudarles, llegaron al altar y bajaron el Paso al suelo. Nuestro Consiliario se acercó y lo bendijo. No oí sus palabras, sólo una idea me rondaba en la cabeza: ¿cómo podrán llegar a San Cayetano?

Tras la bendición, el Hermano Mayor, con cara de preocupación, se acercó al micrófono. “¿Lo habéis visto? -Dijo.- No pueden, no podemos”.

En ese momento se me cayeron los palos del corazón y supe que mi tambor, ese año, iba a dormir la noche de Jueves Santo en el maletero del coche.

Nuestro Hermano Mayor siguió hablando, pero ya no le oía. Estaba repasando la lista de la Cofradía, recordando nombres, teléfonos... Únicamente pensaba: ¿Cuántos podré reunir?

Al día siguiente tuvimos un ensayo improvisado. Estábamos treinta y dos hermanos. Los mismos que el Jueves Santo sacamos, por primera vez, el Paso y llegamos a San Cayetano.

Desde ese día, desde que llega la hora en que se apaga la luz del Jueves Santo, hasta que llega la madrugada del Viernes, cedo mi cuerpo y todas mis fuerzas para sacar a nuestro Cristo a las calles de Zaragoza.

Sabía porque tocaba el tambor. Pero... ¿Por qué llevaba el Paso?

Es difícil explicarlo. No tengo una razón, es más bien una sensación profunda que tienes y que te atrapa cuando estás ahí abajo, cuando prestas tu cuello al duro madero y tus pies a Cristo para que, una vez más, un año más, pueda caminar por las calles de Zaragoza.

Salir de procesión es un acto complejo; en él se unen razón y sentimiento, manifestación de fe y pública penitencia. Si unimos todo esto quizá pueda explicar lo que me lleva, cada año, a sumergirme bajo las trabajaderas de mi Paso.

Cristo nos invitó a amarle, a seguirle y, para hacerlo, a negarnos a nosotros mismos tomando nuestra Cruz. Bajo el Paso, bajo el peso del Cristo, acepto el duro madero sobre mi cuello y renuncio hasta a la mínima vanidad de ir por la calle con mi tambor, recogiéndome en el silencio y anonimato, con mis compañeros, bajo el Paso.

Y un sentimiento. El de acercarme humildemente a Cristo como el Cirineo, e igual que él descargarle una noche al año del peso de la injusta Cruz de los pecados con que le cargamos durante todo el año. Esa noche, por lo menos esa única noche al año, llevaré yo mi propia Cruz.

Estos sentimientos me llevan al convencimiento de que, mientras los años respeten mis fuerzas, seguiré prestando mi cuerpo para cargar con su madero y mis pies servirán para que Cristo, una noche más, pueda andar por las calles de Zaragoza para, hoy igual que ayer, traer a los hombres de buena voluntad su mensaje de paz y amor.

Así, con este convencimiento, al final de la noche, con el Paso ya en su sitio en la soledad de la Iglesia, me arrastro para salir de debajo de él. Rendido por el cansancio, desde el suelo, vuelvo los ojos hacia arriba para echarle una rápida  mirada, entre el oscuro humo de las velas ya sin llama y las manos furtivas que recogen las últimas flores y veo que sus ojos y sus labios me esbozan una tímida sonrisa. En ese momento sus palabras resuenan en mi corazón: “Te has portado bien esta noche.” Y su voz me sigue hablando, con dulzura, con el suave cariño de un padre, tierno pero a la vez exigente: “Espero que mañana también, y pasado, y al otro... y no tener que esperarte aquí hasta el año que viene. Y espero que, día a día, no añadas nueva carga sobre mis doloridos hombros.”

En ese momento sé que, al año siguiente, estaré allí otra vez, postrado en el suelo, mirándole a los ojos, renovando mi pacto con Él, intentando mejorar el próximo año y comprometiéndome a no añadir, al peso de su Cruz, las astillas de mis pecados.  

Enrique Martínez 

 
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