El tambor en dos lecciones.

             

Aun quedan muchos días para que llegue Semana Santa, pero esta tarde he bajado del trastero los tambores, con sus parches hundidos y arrugados, esperando los ensayos y, más adelante, las procesiones. Pero antes, hay que limpiarlos, tensar sus parches y, todos los años, arreglar alguna cosilla.

Los he puesto, uno a uno, en la mesa de la cocina y, lentamente, como una rutina aprendida hace muchos años, he girado sus tuercas y tensado las bordoneras. Poco a poco el parche recuperaba su apariencia habitual. Lo he pulsado suavemente con los dedos, evitando hacer demasiado ruido para que no me protesten demasiado en casa. Su sonido me ha devuelto cien marchas, mil historias distintas vividas a lo largo de muchos años, casi me atrevería a decir: de toda la vida.

Envuelto en el suave, pero desafinado sonido del tambor a medio tensar, he recordado el primero que tuve entre las manos: su caja de madera azul, sus aros rojos y sus parches de tripa. Ahora me parece imposible que pudiera arrancarle un solo redoble. Realmente creo que nunca lo conseguí. Pero, poco a poco, me ayudó a ir enganchándome a eso de “hacer ruido”. Más importante, “hacer ruido” con otros a los que llamaba “hermanos”, aunque no sabía muy bien porqué. En realidad prefería llamarles amigos.

Cuando veo estos tambores nuevos, relucientes, con sus parches trasparentes, no puedo evitar pensar en aquél viejo tambor. Unido a su recuerdo inevitablemente viene a mi memoria, una procesión de Viernes Santo, cuando cruzaba por la plaza de España. Sigue pareciéndome imposible, pero se rompió la bandolera y el tambor se lanzó desbocado hacia el suelo. Sigo sin entender cómo con el capirote, los palos y los guantes puestos, conseguí cogerlo antes de que llegará a chocar contra su destino, engancharlo en el cíngulo y seguir tocando como si no hubiera pasado nada.

Dentro de unos días comenzarán los ensayos en algún lejano rincón de Zaragoza. Explanada abierta al duro viento de las frías noches de invierno de esta ciudad que espera una primavera, aun, lejana en el calendario. Ese día no importará ni el frío, ni el viento, ni la noche, iré con mi tambor a ver a mis amigos de siempre, a otros más nuevos y, además, comenzaré, este año, a conocer alguno nuevo.

Y, los nuevos, llegarán al ensayo con las preguntas de siempre: ¿cómo se pone el tambor? ¿cómo se coge el palo? Siempre nos perdemos con las mismas explicaciones: un poco mas alto, un poco más inclinado, este dedo por aquí, este por allá. ¡Nada de eso es importante! La primera lección que debemos aprender para saber tocar el tambor no aporta ninguna explicación técnica. Es algo mucho más sencillo, más evidente, pero más profundo: vas a pasar frío en las noches de Zaragoza, pero recibirás el calor de un grupo de amigos que te acompañarán, esta noche en los ensayos y el resto de los días caminando por la vida. Caminos que, poco a poco, se llenarán de amigos, que llamarás hermanos y hacen que la vida, en su discurrir diario, se llene de cofradía.

La segunda lección es un poquito más difícil. En realidad creo que no se puede explicar, que para aprenderla hay que vivirla. Es necesario estar en una noche de febrero, en las afueras de la ciudad, casi en medio del campo, con el tambor y la bufanda puesta, sentir el frío en las manos y los palos negándose a seguir el redoble del grupo. Notar, poco a poco, bajo los pies como se hace más duro el suelo y las piedras se van clavando, cada vez, más puntiagudas.

En ese momento; cuando hay que apretar los dientes por el frío, se levantan los ojos y se pierde la vista entre las estrellas, cientos, miles. Entonces, en lo alto, ves tres pequeñas estrellas en línea recta: las tres Marías, el cinturón de Orión. Sigues buscando más estrellas, como un sencillo recurso para tocar sin pensar en el tambor ni en el frío. Lentamente comienzas a buscar entre las estrellas la cara de Cristo o de la Virgen que, dentro de unos días, en una noche de Semana Santa, seguirás por las calles de Zaragoza con el tambor y con tus hermanos.

Únicamente, cuando llegas a aprender que hay que levantar los ojos al cielo buscando la cara de Cristo, entiendes porqué estas dispuesto a pasar frío, caminando entre las piedras. En ese momento todos los toques te suenan bien, porque sientes que todos los hermanos te acompañan andando por el mismo camino, sobre las mismas piedras, bajo el mismo cielo, detrás del único Paso.

El tambor deja de ser “ruido”, se hace llamada, pero sobre todo se hace oración silenciosa de un grupo de hermanos a su Cristo de Amor.

¡Que gran paradoja! De un tambor se puede sacar una oración silenciosa. Pero de eso se trata. De una oración sin palabras, únicamente con nuestros sentimientos, hecha con el corazón, poniendo nuestros sueños, ilusiones y esperanzas. Una oración en grupo, en comunidad cristiana, rítmicamente repetida, con todos los ojos vueltos hacia un mismo punto.

Por un momento pensad en una de las varias procesiones que visteis el último año. Quedémonos con el momento de salir el Paso o, mejor aún, cuando de regreso entra en la Iglesia. Recordad, todo el grupo de tambores formado y tu enfrente, viéndolo todo, rodeado de un público apretado. Comenzó la marcha. El sonido aumentó poco a poco y el Paso avanzaba, lentamente, por el pasillo que le dejaban en el centro de la plaza, hacia la puerta de la Iglesia. ¡Fíjate en los que tocaban! Lo hacían con todas sus fuerzas, con todo su corazón, todos juntos. Pero, también, recuerda como capirotes y terceroles se iban girando a la par, según avanzaba “su” Paso. Es a Él a quién dirigían su toque, ponían toda su fuerza, sentimiento y esperanzas en la vida. ¡Era su oración final de la procesión!

El tambor hay que tocarlo con el corazón, rodeado de amigos, mirando de frente “tu” Paso y escuchando como se pierde el toque en medio de las estrellas. Lo demás, redobles, baqueteos, tresillos,.... no importa, son meras anécdotas técnicas, letanías, trucos para rezar. Lo verdaderamente importante es el sentimiento que sale del corazón de cada uno.

Parece sencillo. Pero es difícil de explicar y aún cuesta más de entender. Todos los años, a los nuevos y a los que no son tan nuevos, se lo suelo repetir varias veces. Son palabras que se escuchan con agrado, como viejas historias de del abuelo, pero cuesta tiempo que calen, que se entiendan. Incluso en ocasiones pienso que cuesta menos aprender a redoblar que, algo tan sencillo, como que tocar el tambor es rezar.

Lo importante no es cómo se toca, sino porque se toca el tambor.

Quizá, entendiendo así el tambor y que sea tan sencillo tocarlo, nos permite que, al cabo de muchos años, cuando nuestras manos ya no pueden con los palos, se pueda seguir rezando con el tambor sin llevarlo puesto. Únicamente hay que ponerse al lado de la fila de tambores que pasa, sentir su rítmico sonido vibrando en nuestro cuerpo. Volverse a mirar el Paso para ver, nuevamente, a Cristo caminando por las calles, con su Madre tras Él. Contemplar la luz de la llama bailando en lo alto de los cirios. Ver los chorretones de cera caer, llorando por todos, buscando el duro camino de la tierra apenas mitigado por unas sencillas flores. Sentir en nuestra cara deslizarse la cera desde los ojos, que por unos momentos pierden la luz. Perder la vista en los hilos de incienso blanco que suben, serpenteando, hasta desaparecer ente las estrellas y tararear lentamente la marcha con el corazón.

Enrique Martínez.

Artículo publicado en la Revista

Semana Santa de Zaragoza 2007

de la Junta Coordinadora.

 
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