Mi no Procesión.

             

Hoy es jueves, pero no Santo. Ha pasado una semana, siete largos días y los mismos nubarrones obscuros que anunciaban un chaparrón primaveral siguen ennegreciendo mis ilusiones.  

Encima de la mesa, en una pequeña chimenea de barro chisporrotea un carboncillo y finos hilos de humo blanco se elevan en una columna serpenteante que esparce aromas de incienso por toda la habitación. Son los mismos olores que nos tenían que haber reconfortado hace siete días y hoy apenas nos siembran nostalgias inconfesas.  

El viento de la tarde removía las palabras: Miguel Ángel, desde el ambón, en el interior del templo; Javier en el patio rodeado de costaleros vestidos de negro y blanco, con el alma tan compungida que no les cabía en el corazón.  

Sonaron palabras tristes, que nunca se desea pronunciar, sueños de muchos días rotos: "hoy nuestros Pasos dormirán en el Templo". Hoy bostezan, ya, en la nave esperando que transcurran demasiadas noches, en la espera de otra noche más propicia.  

Echo un nuevo pellizco de incienso en la chimenea y surge el humo con más fuerza, enredando en el aire dibujos de formas imposibles, que me transportan a las nueve de la noche de hace siete días, cuando se abren las puertas para avanzar envueltos en nubes de incienso, mientras que, escondido bajo el paso, echo miradas furtivas entre los huecos que deja el calado del respiradero.  

Avanzan filas de hermanos, comienzan a sonar los tambores, braman los bombos, desgranan parsimoniosamente la marcha lenta, marcando el ritmo cadencioso de sus pasos.  

Pero esta noche, Javier, no se pudo acercar al llamador del Amor Fraterno a despedirse; ni yo fundirme con sus maderas una última noche, meciendo suávemente el Paso hacia la puerta, buscando la calle, perdiéndome anónimamente entre cientos de ojos que se clavan en su imagen. No pude sentir, en la despedida, ser por una noche sus pies, arrastrados por las calles zigzagueantes para avanzar; ni oír su voz llamarme; cerrar los ojos en la negrura de la noche, en el vacío lleno de las bodegas del Paso, entre el suelo y las trabajaderas, para traspasar el espacio y elevarme. Ver su pan avanzar, su mano moverse, sus ojos mirarme, su voz pedir amor.  

Cirineo por una noche, este año sin noche; sin ojos, sin voz, sin sueño. Sin el abrazo de los hermanos en la despedida.  

El sábado quité sus flores marchitas que no vieron las estrellas, pero sí que vi cómo se estrellaban contra el suelo con mil ilusiones resecas. El trono ya estaba vacío. Luego en una postrera ocasión levante el Paso para trasladarlo, ya sin nadie. ¿A quién llevaba? ¿Quién me llevaría este año? ¿Cuándo me despediré?  

Miro a través de la ventana, el espacio se ve oscuro en la noche. Veo casas, ventanas con luces, siento los aromas resinosos del incienso. Busco ojos, mirando hacia lo alto, viéndolo avanzar buscando calles estrechas en las que pueda mezclarse con su gente al romper la línea de la acera, en las que suavemente sube al cielo al son de Bendición, mientras se detiene la respiración de los de dentro y de los de fuera y, luego, al avanzar, manos silenciosas se extienden para tocar sus maderas y dejar que resbalen entre los dedos esperando recibir una brizna de su calor y energía.  

Hace siete días me dirigí a los bancos que estaban a sus pies. Lo miré preguntando porqué.

Cerré los ojos y me deslice mentalmente, por unos minutos, por las calles, entre sones, fieles, sudor e incienso. El costal y la faja en la mochila, las alpargatas en el corazón, para seguir caminando todos los días, para seguir tras sus huellas.  

Luego me levanté. Busqué un punto de apoyo y mis manos descansaron en su Paso, recorrieron suavemente, rosas y hojas de madera. ¡Aquí estoy un año más, como Tu quieres, para lo que Tu quieras!  

Me levanto y enciendo un cirio morado de años pasados. Ténuemente se ilumina el espacio. Su luz me permite seguir trazando oscuros pensamientos sobre el papel. El próximo año desertaré del Paso del Cristo y me desterrarán a la Cena, con los altos.  

El próximo año no llevaré al Cristo y no habré podido despedirme.  

El año que viene será un cirio rojo el que me ilumine en la noche. Detengo la escritura. Miro hacia la luz que se abre camino entre la tiniebla de mi corazón y las nubes de incienso. Veo la llama, cuyo calor ha ido fundiendo las primeras capas de cera del cirio para alumbrar, desde dentro, la capa externa de color.  

Por un momento veo el pie del cirio morado y el extremo superior de la vela, al trasluz de la llama, tornarse en colores rojizos.

Tiembla la llama en la oscuridad de la habitación, se retuerce y su luz me traspasa abriéndose paso en mi mente. Sea el cirio morado o rojo, al año que viene, sacaré al mismo Cristo. Solo o rodeado de sus amigos, con el pan en la mano o el vino, pero invitándonos a la misma Santa Cena.  

Enrique Martínez.

 
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